martes, 26 de marzo de 2013



Educar para el deporte, educar para la vida



La ambición es un sentimiento legítimo en el deporte, ni más ni menos que en el resto de la vida. Pero la ambición sin los límites del respeto al contrario y a las normas se convierte en un ejemplo más de la desmesura tantas veces demostrada, desgraciadamente, por el ser humano. En el deporte, no solo es legítimo querer ganar siempre y no cejar hasta que el resultado sea inamovible, sino que es, sencillamente, obligatorio. Porque, si no fuera así, sería mejor buscar otra actividad en la que disfrutar simplemente por ella misma y no asomarse a la competición.
El fútbol es una isla. Aceptemos que nada es comparable al torbellino inagotable que maneja los hilos de un deporte cuya evolución se basa ni más ni menos que en el negocio. El fútbol es origen interesado de polémicas que traen constantemente a la luz maniobras tramposas que, por limitación de los árbitros o por ocultación voluntaria, dan lugar a infracciones no penadas y de significativas consecuencias en los resultados. Y si hablo de la famosa mano de Henry y sus muchas vueltas al mundo, nadie se extraña. Sí, muchos se rasgaron las vestiduras, todavía resuena el daño al avanzar en el tejido, pero nada cambió: Francia, al Mundial; Irlanda, eliminada. Por desgracia, como tantas veces, triunfó la evidente injusticia pero esta vez consentida. Y hasta surgieron voces a las que no voy a publicitar indicando que la trampa es inherente al deporte. No estoy de acuerdo.
El deporte tiene normas, es la forma de que todos los participantes enmarquen su actividad entre límites que proporcionan desafío, creatividad y también respeto al oponente. La propia definición de ese marco de ejecución implica la designación de figuras que tengan poder efectivo para velar por su cumplimiento o establezcan baremos sobre la bondad de la ejecución. Aunque el árbitro y el juez son figuras distintas, al final ambos categorizan el resultado del deportista. Pero son tan falibles como la propia actividad que vigilan y de eso se aprovechan los menos escrupulosos.
La creciente profesionalización del deporte ahonda en aspectos positivos y negativos de su desarrollo. En el lado positivo, sin duda, la mejoría constante en la práctica deportiva gracias a la mayor dedicación y el trabajo en las bases físicas, técnicas y psicológicas que la sustentan. En el lado negativo, la mercantilización a toda costa de los factores intervinientes y los resultados a conseguir. Aunque no verbalizado, el “todo vale” subyace en las decisiones de los dirigentes deportivos, entrenadores y algunos medios de comunicación. Y esto es un problema enorme de cara a la educación del deportista y su futuro, no solo como profesional sino, y lo más importante, como persona.
A mí, lo confieso abiertamente, me maleducaron. Crecí y maduré en deportes donde los jugadores, puestos de acuerdo, pueden cambiar las decisiones arbitrales. ¿Les extraña? También le sorprendió a un perplejo exarbitro internacional de fútbol cuando se lo confirmé en un curso de Psicología del Deporte. Si son aficionados al tenis o al squash, lo habrán comprobado muchas veces y, con frecuencia, tras un breve intercambio de gestos y afirmaciones que apenas son captadas por la gente alrededor. Como en casi todo hay excepciones, pero son eso, excepciones y no costumbres. El espectáculo de Serena Williams en el Open de Estados Unidos enfrentándose con el árbitro recorrió también el mundo pero sólo tuvo como efecto que la alteración de su ánimo reflejada en la situación contribuyese a que perdiera el partido frente a Clijsters.
¿Se puede ir contra la corriente? Creo que no sólo se puede sino que se debe. En esencia, el deporte educa y lo hace en valores, y algunos tan sencillos como la honestidad, el sacrificio, el premio al esfuerzo y la mano tendida y sincera al oponente al terminar la competición. El amor propio o el enfado por el fallo inesperado deben ser aceptados porque redundan en la búsqueda de la superación, pero es obligado educar en la búsqueda del resultado como recompensa al esfuerzo y no al atajo y a la trampa. Educar al deportista es proveerle de herramientas de cara a la vida y a su comportamiento en la sociedad. Ya sufrimos las consecuencias nefastas de muchos ejemplos de sectores mentirosos y manipuladores. Jugar limpio en el deporte es enseñar discreta y humildemente a la sociedad a jugar limpio también.
Angeles Jiménez

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